La hiperconectividad y la desintegración de la comunidad

En una sociedad estancada entre el aislacionismo y la autosatisfacción hedonística que nos ha impuesto el relativismo contemporáneo, hemos perdido la capacidad de formar un sentido humano de comunidad que trascienda lo simbólico inmediato y se traduzca en acciones concretas. La política y la comunidad se ven reducidas a grupos de individuos aislados, que se despliegan en el “mundo común” sin compartir ni interactuar a partir de su pluralidad. 

De esa manera nos hemos desconectado de la idea de comunidad, del espacio de lo común donde el mundo compartido se construye a partir del roce, del encuentro y del sacrificio implícito en la vida social.

Hoy habitamos lo que Byung-Chul Han describe como la “sociedad de la positividad”, un mundo donde se evitan la confrontación, la negatividad y el límite. Vivimos en la ilusión de una conexión sin fricción, reducida a la interacción digital. Likes y reposts sustituyen el compromiso real, generando simulacros de acción. Nuestro cerebro, acostumbrado a traducir estos gestos en satisfacción, nos engaña haciéndonos creer que hemos transformado la realidad, cuando en verdad no hemos hecho sino engrosar el vacío.

Atrapados en una serie de simulaciones, nos vamos convenciendo de nuestro impacto, de nuestra importancia, de nuestro “hacer a través de”, en lugar de “hacer en”, que no es más que el eco de una acción. A través de la hiperconectividad nos hemos desconectado, deshumanizado, hasta el punto en que no somos capaces de distinguir entre lo real y lo irreal.

Así, nos alejamos de la participación activa que genera comunidad. Una comunidad que requiere cuerpos vivos, tiempos compartidos, desacuerdos y negociaciones. Pero, en cambio, nos vemos atrapados en una serie de vínculos cada vez más frágiles, relaciones que se consumen con la misma velocidad con que se desliza el dedo sobre una pantalla, encuentros fugaces que a toda costa buscamos evitar. En este contexto, el vecino se convierte en ruido, y el otro en un obstáculo que se interpone entre el yo y la propia satisfacción.

La paradoja surge al darnos cuenta de que sin fricción no puede haber comunidad. La comunidad exige diferencia, exige conflicto, exige la paciencia del consenso que solo surge al mediar entre perspectivas divergentes. Si eliminamos toda posibilidad de roce, lo que queda no es comunidad, sino una suma de soledades encapsuladas en cámaras de eco. De allí también el auge de los extremos,  ya que cuando se renuncia al espacio del encuentro, lo único que resta es el choque de certezas absolutas, incapaces de articular un centro común.

En este escenario de disolución comunitaria, la imposición de verdades mediatizadas ha profundizado la crisis. En las últimas dos décadas, en Occidente, se ha tratado de instalar un marco normativo único sobre cuestiones identitarias, culturales y sociales, reduciendo las vastas complejidades humanas a lineamientos mediáticos absolutistas. Lo que en principio respondió a luchas legítimas por el reconocimiento de derechos fundamentales terminó convirtiéndose en un discurso monocorde que deslegitimó cualquier disenso de su cosmovisión universal como herejía moral. Al sustituir el debate abierto por la cancelación y la estigmatización, se perdió el terreno de la fricción productiva. Lo político se transformó en espectáculo mediático, y el consenso se degradó en obediencia. Así, la comunidad dejó de ser un espacio de encuentro de diferencias y se convirtió en un dispositivo de homogeneidad vigilada, donde la discrepancia ya no se negocia, sino que se silencia.

Joseph Campbell mostró que toda comunidad necesita de un relato común que los una, un relato que solo se actualiza cuando se ve enfrentado a la prueba. El héroe, que en este caso sería la sociedad, debe abandonar la seguridad, enfrentarse a la fricción de lo desconocido y regresar transformado con algo que ofrecer. Sin ese tránsito, no hay retorno, no hay comunidad. Allí donde las sociedades intentan borrar la fricción, suprimir el disenso, evitar el sacrificio, negar la confrontación, se deshace también la posibilidad del mito. Y con ello, la posibilidad de la comunidad.

En este sentido, se hace pertinente lo que dijo Heráclito hace más de dos mil años, “El conflicto es el padre de todas las cosas”. Su interpretación no parte de una glorificación de la violencia, sino del reconocimiento que el devenir surge de la tensión, que la vida compartida se renueva solo en la medida en que soportamos el roce del otro. Una sociedad sin fricción es una sociedad sin polis; un cúmulo de individuos conectados pero no vinculados, comunicados pero no comunitarios.

Por eso, recuperar la fricción, la incomodidad del otro, la disonancia de las voces, la negociación lenta, es recuperar la posibilidad misma de la sociedad. Porque solo allí donde hay resistencia, donde hay fricción, puede haber verdadera comunidad y, a través de ella, la realización última de la búsqueda de la felicidad.


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