En el año 2000, la ciudad brillante sobre la colina de Ronald Reagan se encontraba brillando más que nunca, mientras recibía con las puertas abiertas al que debía de ser el siglo de oro americano. En el futuro se vislumbraba una realidad más allá de la historia eurocéntrica que había dirigido los vaivenes de la historia mundial por más de cuatro siglos y presagiaba una expansión global de los ideales occidentales de democracia liberal, libre mercado, derechos humanos y valores morales y éticos esenciales de la cosmovisión occidental. Todo esto, lidereado por unos Estados Unidos de América que se encontraban en el punto más alto, en su posición más brillante, existiendo más allá de la historia.

Pero todo esto cambió luego del 11 de septiembre de 2001 y con la rápida expansión de la revolución tecnológica de Silicon Valley. Con ese gran ímpetu creador, y un mercado cautivo de más de 300 millones de personas, los emprendedores americanos se lanzaron a la conquista de un mundo totalmente nuevo. Una colonización violenta y despiadada del nuevo mundo digital fue acompañada de fracasos estrepitosos, de apropiaciones violentas, y de historias de éxitos increíbles e improbables. Aquí nacieron los grandes titanes tecnológicos de hoy, Google, Microsoft, Amazon, Apple. Estos abrieron las vías para que los seres humanos pudieran comunicarse, conectarse y sentaron las bases para que compañías como Facebook pudiesen convertirse en un caballo de troya que terminaría siendo la mayor amenaza para su integridad, que occidente ha conocido en lo que va de siglo XXI.

Esta revolución digital sentó las bases para que el mundo se volviese más horizontal, para que cualquier joven con una computadora y acceso al internet pudiese volverse millonario de la noche a la mañana, o se pudiese convertir en un influencer con la capacidad de movilizar a miles de personas, sin nunca salir a encontrarlos en persona.

Este rompimiento de la verticalidad que es natural a la organización en Estado, además de socavar los pilares de organización jerárquica de las sociedades, trajo a la luz dos de las grandes fallas de la sociedad americana. La virulenta suspicacia hacia las autoridades y el pecado original americano, la herida sangrante nunca tratada del racismo.

La suspicacia hacia las autoridades, en condiciones normales, es algo saludable para que cualquier sociedad pueda mantenerse alerta y renovada. Pero cuando esta suspicacia hacia las autoridades se vuelve una negación directa de las estructuras jerárquicas del conocimiento, del valor del trabajo y del estudio, de las especializaciones de los campos, entonces la sociedad empieza a conspirar contra sí misma.

En el momento en que el conocimiento adquirido en dos horas de Wikipedia se equipara al conocimiento adquirido a través de años de estudio, práctica y participación colectiva de expertos, nos encontramos en el fin del proceso iniciado con La Ilustración. Cuando la información transmitida en WhatsApp o en Facebook es tan “verdadera” como las verdades establecidas, hemos llegado al borde del precipicio.

Con la democratización de la información se benefició a muchos que sin este proceso nunca hubiesen podido convertirse en actores importantes en el mundo del saber. Pero al mismo tiempo, se empoderó a muchos resentidos intelectuales que, al carecer del marco cognitivo para entender la complejidad de la construcción transgeneracional del conocimiento humano, y que solo pueden entender procesos aritméticos simples de suma o resta, son reacios a aceptar cualquier idea, o proceso, que no pueda explicarse dentro de la limitada visión del mundo que los pueda sostener. Al dudar de todo aquello que no puedan comprender, vociferan y desacreditan a toda la institución del conocimiento humano que se ha construido por milenios.  

Esta suspicacia americana ante todas las formas del conocimiento complejo, este anti-intelectualismo del cual Asimov nos advirtió hace ya 40 años, se extendió como pólvora por un mundo que se había americanizado, poniendo en tela de juicio principios tan básicos y ya superados como el de la vacunación, la integridad de los procesos electorales, o el valor supremo de la dignidad humana.

Esta suspicacia conspirativa encontró caldo de cultivo en los ciudadanos, de ambos extremos ideológicos, que han visto a un Estado que les ha dado la espalda a los ciudadanos abandonados del hinterland americano, que vieron cómo se esfumaron los años dorados del sueño americano sin que les haya tocado más nada que una cuenta bancaria vacía, una adicción a los opioides y una demonización de sus creencias religiosas, políticas o culturales. Pero no solo en el hinterland americano es donde esto ha tomado fuerza. En las élites costeras que quieren “reparar” la historia, se ha visto como esta radicalización se ha enraizado con la misma fuerza y virulencia con que lo ha hecho entre aquellos que no tienen nada que perder, porque nunca han tenido nada más que promesas.

Entre un extremo y otro se encuentra atrapada la ciudad brillante sobre la colina, viendo como la radicalización que fue iniciada por los Demócratas en contra del gobierno de Bush les trajo a un Obama que prometió subsanar las heridas, pero que luego de 8 años de gobierno las dejó en peor estado de como las encontró. Y fue tan profunda la fractura, y tan irresponsable el manejo de esta situación, que le abrieron las puertas de 1600 Pennsylvania Avenue a un populista sin educación política ni clara visión ideológica más allá de lo que la adulación y los aplausos le pueden causar en el momento. Un radical que ha arrastrado al partido Republicano y al movimiento conservador americano hasta el lodo con él, haciéndole un daño que tomará más de una generación resarcir.

Pero peor aún, empujó el péndulo del radicalismo americano hasta el otro extremo. Dándole paso a una corriente del partido Demócrata que no se encargará de buscar soluciones para los graves problemas que se encuentran afectando a esta gran nación. Muy al contrario, esta nueva administración se enfocará en “subsanar” los padecimientos de un sector que se ve a sí mismo como agraviado, pero no de trabajarán para eliminar aquellas condiciones que han dado paso a la radicalización que generó como consecuencia que 71 millones de personas pensaran que el presidente menos preparado de la historia de los Estados Unidos era la mejor opción para seguir gobernando.

Los Estados Unidos de América han sido un ejemplo de tradición democrática e institucional por más de 200 años. Con sus luces y sus sombras ha servido de faro en los momentos más oscuros de Occidente, ha servido de ejemplo, de refugio, de arquetipo, promoviendo la posibilidad de ser siempre mejores. Pero en estos últimos 16 años han demostrado su lado más oscuro, en el momento en que el mundo occidental más los necesita.  

China ha despertado de su largo letargo y se encuentra activamente reclamando su lugar bajo el sol, expandiendo su área de influencia ya ha eliminado la excepcionalidad de Hong Kong, cerrado acuerdos comerciales con los países de su periferia y extendiendo su largo brazo económico a África y Latinoamérica. Rusia ha encontrado la forma de socavar la entereza de Occidente desde su posición de relativa debilidad, abusando de las contradicciones naturales de las sociedades a las que siempre ha envidiado. Irán ha logrado convertirse en una potencia regional y ha reactivado su programa nuclear. Europa se encuentra aún tratando de definir si es una entidad unida que persigue un ideal en común o veintiséis distintas. Abraham Lincoln expresó de manera certera en su discurso del 16 de junio de 1858, que “una casa dividida en contra de sí misma, no puede sostenerse”. Hoy, más que nunca estas palabras son ciertas. A menos que surja un real concierto bipartidista que trate las fracturas sociales, económicas y raciales que plagan a los Estados Unidos de América, la ciudad brillante sobre la colina de la cual Reagan se sentía tan orgulloso será consumida por las llamas barbáricas y destructoras del populismo, el radicalismo y el nihilismo extremista que ha sido abonado por elementos extremistas e hiperbólicos de ambos partidos en los últimos 16 años.

Fuente imagen: capitol-protest-17.jpg (2000×1333) (nypost.com)