En un tiempo que a veces parece perdido en las arenas del tiempo, el servicio al Estado era un sacrificio noble que partía de una concepción del bienestar común que trascendía las diferencias ideológicas. Cuando nos remontamos a la antigua Fenicia, a Cartago, Grecia o Roma, las raíces fundacionales de occidente, nos encontramos con una visión de sacrificio en el ejercicio del deber público, que entrañaba en sí misma la renuncia al yo individual y una entrega al todo Estatal, a esa idea abstracta que hoy algunos consideran absurda y olvidada.

Servir en el Estado era un accionar que iba más allá de lo económico. Un honor en el cual se ponía la vida en la palestra pública y se entregaba a la sobrecogedora idea de un porvenir que fuese mucho mejor que el precedente.

Cuando vemos a los grandes hombres y mujeres de la historia republicana nos encontramos una y otra vez con los ejemplos de aquellos que sirvieron no en busca de riquezas y poder, si no bajo la premisa de que en el deber bien cumplido se encontraba la mayor satisfacción, la semilla de un mañana del cual todos pudiésemos disfrutar. Desde Duarte hasta Francisco Henríquez, desde Juana Saltitopa hasta Salomé Ureña, el servicio ha sido la consigna que ha definido el espíritu de nuestra nación.

Pero en nuestro país, esta idea fue olvidada. Ser servidor público se convirtió en sinónimo de macuteo, de marrulla, de conseguir lo del compañerito. Las botellas, las sobrevaloraciones, los dobles sueldos, la prostitución de la idea del Estado como suma de todos los ciudadanos. Ser un servidor público se volvió una mácula al nivel histórico de los peores momentos de nuestra travesía republicana, comparable a los escándalos de la venta de Samaná o a la entrega oscura de nuestra joven independencia en el ocaso de la Primera República.

Servir en el Estado para servirse del Estado” se convirtió en el lema de los arribistas. Los que vieron la República con el mismo desprecio con que la vieron los traidores de la patria que una y otra vez la han mancillado con su avaricia y su desprecio.

Pero, como siempre termina sucediendo, los buenos asumen una vez más el llamado de la patria en sufrimiento. Hoy es 1844, 1863, 1924, 1966; es el momento de resarcir la nación, de rescatarla y trabajar para recoger los pedazos de 16 años de abusos y abandono.

Nos encontrarnos con una crisis financiera y sanitaria sin paragón en la era contemporánea. Hoy en día ser servidor público es recoger las piezas rotas de 16 años de atropello y desprecio hacia las instituciones y la idea del Estado. Es encontrarse con una realidad que antes no era más que un reclamo. Es ver de frente la normalización de la humillación del sueño de Duarte, Luperon y Hostos. Es llorar ante lo burdo del abuso al que nos han sometido a todos.

Pero ya estamos cambiando. Sin importar ideología, creencia, o religión, hoy nos encontramos luchando hombro con hombro para enmendar todo el mal que nos han causado el abuso, la corrupción y la devastación generalizada. Hoy todos somos dominicanos. Todos luchamos por salvar a un país en ruinas, por construir un mañana que sea mucho mejor.

Hoy, servir al Estado ha vuelto a ser un honor.